Durante generaciones, la familia Solé se ha ganado la vida con la
cosecha de verano de su huerta de melocotones en la localidad catalana
de Alcarrás, pero tras la muerte del propietario de la propiedad, su
heredero quiere vender la tierra.
CRITICA:
Para André Bazin, el cine buscaba sustituir el
mundo por su doble. Ese doble no suponía, en su tan adorado realismo,
una mímesis de lo que vemos, porque la cámara siempre es capaz de ver
algo que el ojo humano no percibe, y ahí se consigue llegar a una cierta
esencia de la vida, un momento sagrado que estalla como una epifanía.
En la magnífica “Alcarràs”, Carla Simón comulga con los presupuestos
bazinianos, traduciendo en imágenes lo que muchos cineastas
neorrealistas -y sus magnánimos herederos, desde el Ermanno Olmi de “El
árbol de los zuecos” hasta la Alice Rohrwacher de “El país de las
maravillas”- persiguieron sin cesar: la verdad, esta vez de un espacio y
de un tiempo de cambios, que apela a lo colectivo sin perder el hilo de
lo individual.
“Alcarràs” puede leerse desde muchos
puntos de vista: como la reivindicación de la identidad de un oficio, el
del campesinado tradicional, que se identifica con la tierra y sus
frutos; como el retrato orgánico y vivaz, exento de maniqueísmos, de la
crisis de una familia provocado por un dilema moral; como una reflexión
sobre cómo el progreso borra los rastros de la Historia; en fin, sobre
un trozo de vida que late y respira a través de los rostros de actores
no profesionales que parecen protagonizar el documental de un verano que
les depara un futuro incierto. Simón ha ampliado considerablemente el
campo de batalla de la memorable “Estiu 1993”. La coralidad de
“Alcarràs” exige, a pesar de la aparente sencillez del relato, un pleno
dominio de la escritura (en colaboración con Arnau Vilaró), la cámara y
el montaje para que cada personaje tenga una mirada y una voz propias,
sin jerarquías pero dispuestas con una claridad luminosa. Porque, a todo
el sufrimiento que puede causar perder unas tierras porque su dueño
quiere instalar en ellas placas solares, también está el placer del
trabajo comunitario, de las reuniones familiares con caracoles a la
brasa como plato estrella, de los juegos infantiles en los huertos del
vecino. Como decía Renoir, todos tienen sus razones, y en cada
argumento, añade Simón, hay una emoción distinta, que esta generosa
película comparte con el espectador sin pedir nada a cambio.(S.Sánchez)
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